Bruja de Luna
La antropóloga anglo-británica Margaret Murray, en su hipótesis sobre los juicios de la primera cristiandad moderna, comentó que eran un intento de extinguir una religión pagana sobreviviente, el culto a Diana en el occidente europeo. Con muchos nombres fueron llamadas, entre otros las Malasdianas, en Gerbe (Aínsa). País Vasco, Navarra, Galicia y Aragón; Sorgina, Meigas, Bruxas en Aragón o Tramentineiras en Cataluña,.. pues eran las que bajaban la trementina de los bosques.
Mujeres que se valían por sí mismas perseguidas en un momento de la historia en el que no estaba bien visto. No fueron en España acusadas siempre por la Inquisición como se cree, sí juzgadas en muchos casos por los justicias de las zonas remotas donde se denunciaban entre vecinos y vecinas por envidias y males.
Bilbliografía.
Margaret Murray – “Hipótesis del culto a las brujas” | Julio Caro Baroja– “Las Brujas y su mundo” | Carlos Garcés– “La mala semilla”
Ilustración: Arturo Monteagudo | Dramaturgia: Marisa Pérez
Hace exactamente cuatrocientos años que la madre, de la madre, de la madre, de la madre… de la madre, de mi tatarabuela, consiguió escapar de la hoguera, ¡y por los pelos¡
Si la madre, de la madre, de la madre… Vamos a llamarla por su nombre que va a ser más rápido: Águeda, Águeda Samancio. Pues si Águeda no hubiese conseguido escapar de la hoguera yo no podría estar aquí contándoos esta historia.
Águeda era bruja. O eso decían.
Águeda también era una chica inteligente y curiosa y su pelo negro se movía, se torcía y retorcía, se enredaba con el cierzo cuando Águeda se quitaba el pañuelo y corría por la sierra de Luna, parecían decenas de culebras oscuras bailando sin música. Eso no le gustaba a la gente del pueblo. A la gente de Luna.
¡Ay¡, en aquella época las mujeres tenían que llevar el cabello trenzado, atado y tapado pues se creía que sino atraían al diablo. Pero a Águeda le divertía salir y correr y sentir volar su cabello loco.
En el tema de los piojos no voy a entrar; si ahora os pican de vez en cuando en aquella época ni te cuento. Pero nuestra chica, que ya hemos dicho que era muy lista, conocía un par de trucos, conocía alguna plantas, unas que hacían que lo piojos y las chinches huyesen despavoridos. Os diría encantado el nombre de la planta pero se ha olvidado, no a mí, es que sencillamente se ha olvidado.
¡Cuatrocientos años¡
¿Cómo sería la vida hace cuatrocientos años?
Pues ni mejor ni peor que ahora, eso sí, muy distinta. Oler olía muy mal, al menos en la parte humilde de los pueblos. Desde las ventanas tiraban la caca y el pis a la calle. ¿El jabón? Ni conocerlo, ni si quiera los nobles del castillo. Sin embargo Águeda hacía un mejunje con manteca de cerdo y algunas flores, se bañaba con él en el río y salía oliendo a primavera, a lluvia, a color lavanda.
Águeda vivía con sus padres a las afueras del pueblo. Tenían un par de cerdos y algunas cabras. Tenían una vaca que se llamaba Doña Urraca y un pequeño huerto junto al campo de cebada. Hace cuatro siglos la gente trabaja mucho: se levantaban con el sol para dar de comer a los animales, cuidaban el campo, cortaban leña, cosían su ropa, fabricaban su propia mermelada… y cuando se ponía el sol se guardaban en casa y se contaban historias. A veces eran cotilleos sobre el castillo o los vecinos, otras antiguas leyendas, historias de miedo o las batallas que años atrás por allí se libraban. Era el mejor momento del día. También los niños y las niñas se reunían en las noches de verano, se sentaban bajo una higuera y mientras los más pequeños correteaban, los más mayores cantaban canciones y contaban cuentos oscuros, hacían planes alrededor de una hoguera y compartían algún dulce robado de casa.
Águeda y sus amigas soñaban juntas con marcharse de la sierra, con conocer la ciudad de Zaragoza, con encontrar a un joven noble que las quisiera como esposas. Bueno, no todas, a Águeda no le apetecía nada la idea de casarse. Ni con un noble ni con nadie. Pero si la idea de salir de la sierra. A ella le gustaría poder salir volando por encima de Luna y de su castillo; quería volar en una escoba como las brujas de los cuentos; salir por los aires y olvidarse del trabajo de la granja, de los chicos del pueblo, de tener que casarse pronto con el hijo del molinero, que sus padres ya lo tenían hablado, de la idea de una vida aburrida pariendo niños y zurciendo camisas.
Conforme las chicas crecían los del pueblo no veían con buenos ojos que se juntasen con los chicos a la luz de una hoguera. Así que las chicas hacían su propia hoguera algo más alejadas de las casas de Luna, cerca del bosque.
Hacía años que los rumores sobre brujas, aquelarres y magia recorrían el norte de la península.
Eran rumores peligrosos que se extendían como la pólvora y que servían de excusa a algunos aldeanos y a la Santa Inquisición Española para llevar a la hoguera o a la horca a cualquier chica que no se sometiese a sus normas.
Sin embargo, para algunas jóvenes, como Águeda, la idea de que existiese algo mágico servía como vía de escape a sus aburridas vidas. Porque Águeda no quería casarse con el hijo del molinero. No quería tener un montón de hijos e hijas que le obligasen a pasarse el día cambiando pañales, encerrada en su casa, sola.
Las chicas hablaban. Cuando estaba solas. Trataban de imaginar que sería un aquelarre, como sería una bruja. Se escuchaban cosas terribles: bebes asesinados en macabros rituales, mujeres capaces de convertirte en rana, chivos que se aparecían en el fuego y eran medio humanos, cánticos, idiomas extraños…
Una noche de solsticio de primavera, Águeda y sus amigas decidieron dar un vuelco a su reunión. Al caer la tarde se juntaron cerca del bosque y prendieron una hoguera. Pero aquella noche no se sentaron a hablar. Pensaron que sería divertido inventar su propio aquelarre; se quitaron las pañoletas de la cabezas y se soltaron el pelo, se libraron de los corpiños, empezaron a bailar. Difícil describir como fue aquel baile: saltaban, corrían, rodaban por el suelo entre risas, inventaban sus propias canciones, gritaban… vaya se lo pasaron pipa. Cuando no podían más se sentaron. Estaban sudando, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Entonces hablaron de sus sueños, de un mundo imposible donde pudiesen ser libres para elegir su propia vida: viajar, estudiar, pelearse, cazar…
Volvieron a sus casas contentas y cansadas y esa noche soñaron que volaban por encima de Luna, sobre la sierra y el bosque, dejando atrás el castillo, hasta la luna y más allá.
Ninguna de dio cuenta de que aquella noche no estaban solas. Había alguien más cerca del bosque. Un viejo del pueblo, que les observó mientras jugaban. Así que al día siguiente todo Luna sabía del “tenebroso aquelarre” ocurrido en los más profundo del bosque. El boca a boca funcionaba más rápido que internet, y la historia se deformaba y transformaba al pasar de unos a otros. Para cuando llegó a oídos de las autoridades locales el inocente baile de las chicas se había transformado en una sangrienta conjunción de rituales satánicos, infanticidios, apariciones demoníacas con chivo incluido.
Antes de que Águeda pudiera quitarse las legañas, su madre la zarandeaba por toda la casa; le gritaba, le pegaba con la zapatilla. “¡Pero qué has hecho destalentada!”.
Aquí el cuento tiene dos versiones, ¿qué pensais que pasó?:
Que se las llevaron al calabozo, les preguntaron de todo y de vuelta a casa, esa noche, soñaron con el día que fueran libres para hacer, estudiar y viajar a donde quisieran. Soñaron ser libres, bailando y cantando bajo las estrellas.
Que de vuelta a casa, esa noche, algo extraño ocurrió, la escoba de la cocina comenzó a vibrar, les llegó hasta la cama y montadas en ella salieron volando hacia la ciudad a contar sus hechizos y andanzas.
Ninguna de dio cuenta de que aquella noche no estaban solas. Había alguien más cerca del bosque. Un viejo del pueblo, al que le gustaba acercarse en silencio y observar a las muchachas y los muchachos del pueblo cuando se juntaban para jugar. Así que al día siguiente todo Luna sabía del “tenebroso aquelarre” ocurrido en los más profundo del bosque. El boca a boca funcionaba más rápido que internet, y la historia se deformaba y transformaba al pasar de unos a otros. Para cuando llegó a oídos de las autoridades locales el inocente baile de las chicas se había transformado en una sangrienta conjunción de rituales satánicos, infanticidios, apariciones demoníacas con chivo incluido.
Antes de que Águeda pudiera quitarse las legañas, su madre la zarandeaba por toda la casa; le gritaba, le pegaba. Ella no entendía nada. Y antes de que pudiese acabar de vestirse se la llevaban a los calabozos del castillo. Allí pudo oír las voces de algunas de sus amigas. Y lo cierto es que allí también llegaron, y no por voluntad propia, unas cuantas de las chicas que estuvieron en la fiesta. No todas, porque en el recorrido boca a boca algunos nombres se perdieron convenientemente y lo más sorprendente es que otros se añadieron, como el de la pobre Hipólita que aquella tarde no había podido salir de casa por un catarro que tenía. Todo se había embolicado de una manera extraordinaria.
Las niñas estaban muertas de miedo. Cada una encerrada en un calabozo, sin poder ver a las demás. Sin ver la luz del día. Olor a pis de gato. Un trozo de pan duro por comida. Las madres trataban de hacerles llegar comida y ropa limpia a través de los guardias, pero rara vez lo conseguían. Águeda y sus amigas eran interrogadas a diario en un intento de que confesasen algo que no habían hecho. Y lo más increíble es que algunas lo hicieron. Hipólita, por ejemplo, que se encontraba tan mal que creía que iba a morir de tuberculosis allí encerrada; le hicieron creer que si confesaba aquella serie de sinsentidos podría volver a casa de sus padres y recuperarse. De poco le sirvió confesar, no la soltaron y tampoco consiguió recuperarse. Murió después de un mes y medio de encierro.
Mientras tanto en el pueblo se esperaba con impaciencia la llegada de los inquisidores. No paraban de trabajar, se pasaban la vida de juicio en juicio por todo el norte del Reino de Aragón. Para las niñas fueron unos meses terribles. Los interrogatorios eran brutales. Poco a poco perdían la noción del tiempo, ya ni si quiera sabían si era de día o de noche. Cuando finalmente los inquisidores llegaron, la cosa fue todavía a peor: decir que sus métodos eran crueles es decir poco. Un par de semanas después, cuatro de ellas iban a ser juzgadas por brujería y condenadas a la horca.
La última noche Águeda no podía soportarlo más. Había conservado alguna fuerza en las entrevistas con los acusadores, su rebeldía se hacía mayor por el odio y el asco que le inspiraban. Luchaba, a su manera de niña, negándose a responder a cualquiera de sus preguntas. Gritaba, les escupía. Cada día iba perdiendo un poco de su razón. A veces ni si quiera era capaz de recordar si todo aquello que decían había pasado de verdad o no. cuando su cuerpo ya no pudo soportar el dolor, confesó. Cualquier cosa habría dicho con tal de que aquello acabara.
Tumbada en el suelo de su celda deseaba que llegase ya su muerte, no quería que sus padres la viesen colgando en medio de la plaza. Sólo tenía trece años.
El carcelero que las vigilaba aquella noche era un tipo enclenque que no paraba de toser y escupir. Disfrutaba haciendo ruido con un palo en los barrotes de las mazmorras. Águeda se tapaba los oídos con las palmas de las manos, sentía que la cabeza le iba a estallar.
El hombrecillo se detuvo ante la celda de Águeda. “¿Podemos hablar un momento, niña?”, susurro en voz baja. Pero ella no podía escucharle con todo ese ruido dentro de su cabeza. Así que el carcelero atravesó los barrotes como si su cuerpo fuese humo y se acuclilló al lado de la niña. “Águeda, ¿podemos hablar un momento?” Abrió los ojos y apenas se sorprendió de ver a alguien junto a ella. Ya no tenía más que decirles a esos ogros. Se giró. “Es importante que me escuches, niña. Yo podría sacarte de aquí. Sólo tienes que hacer una cosa por mi: arrodillarte.”
Águeda ya no sabía si soñaba, se había acostumbrado a que su imaginación le jugase malas pasadas. Se sentó en el suelo y se volvió hacia él. “¿A caso eres tú el gran inquisidor?”. Pareció que aquel ser extraño fuese a convulsionar, los hombros se sacudían y la cara se amorataba, pero en ese momento soltó una brutal carcajada que hizo temblar las piedras del castillo. A Águeda le pareció que tardaba una eternidad en tranquilizarse. “Mi dulce niña, el gran inquisidor es una hormiguita. Ese pobre diablo a penas si tiene algo de alma dentro de sus tripas. Tú, sin embargo, tienes el cuerpo lleno de ella y eso es algo con lo que podrías pagarme tu libertad. Si te arrodillas ante mi, si me ofreces tu alma, yo te ofreceré todo con lo que siempre has soñado. El mundo entero estará a tus pies. Las hormigas te llamarán bruja y tú podrás pisotearlas a todas, si eso te place. O podrás ayudar a las que como tú serán prisioneras de la justicia. Te cambió estas pocas horas de angustia por mil años de felicidad.”
Cuando mi tatatatatatatatarabuela levantó la cabeza estaba en la parte más alta del tejado de la torre más alta del castillo. Se deshizo de los andrajos apestosos que llevaba y con un salto, como en un sueño, se lanzó a volar sobre el castillo, sobre el pueblo, sobre la sierra y el río; necesitaba, antes de nada, un baño de luna.
Ahora mismo no sé donde está. Que vivió en Zaragoza lo sé seguro, porque de allí vengo yo. Y algunas noches de san juan me parece oír su risa a través de las llamas.