El dragón del Ebro
Cuenta la leyenda que para vencer al dragón del Ebro, una vez dormido hay que arrancarle los colmillos, plantándolos saldrán dos guerreros que podrán darle matarile.
Bilbliografía.
Ilustradora Isabel Ortiz/ cuento Marisa Pérez
Cuento
Cuando Cesar Augusto desembarca está realmente cansado. El viaje en barco desde Roma hasta Salduie ha sido agotador. Tiene una cita; dos en realidad.
Los sedetanos le esperan desde haces meses, tienen un pacto, serán colonia del imperio.
El dragón le espera desde hace siglos, toda la vida en realidad. Él es el que viene a arrancarle los dientes. Se revuelve en el río, las escamas brillan a través del agua.
Empieza un viento suave del noroeste. Los barcos van llegando al pequeño puerto y de su interior aparece todo un mundo nuevo: herramientas, armas, gente de todas las edades y una misteriosa caja que es transportada con sumo cuidado.
Cesar Augusto deja vagar la mirada sobre el iberus, está en calma. Se ondula como si fuese una capa tejida con hilo de plata. Él sabe que lo que esconde. Ha venido a buscarlo.
Los sedetanos han preparado una bienvenida con todos los honores. Bailes, flores, comida y vino. Las orillas del río han sido dispuestas con carpas lujosamente decoradas. Empieza la música. Al cesar le empieza a doler la cabeza. Hay demasiado jaleo y necesita pensar. Ha venido a
inaugurar la nueva colonia del imperio. Tiene que ser algo grande, algo sonado, algo que haga que el resto de la península se rinda a sus pies. Va a realizar un antiguo ritual que lleva haciéndose desde antes de que su pueblo gobernase el mare nostrum. Todo está preparado.
Los sedetanos aguardan impacientes. Quieren formar parte del magno imperio. Quieren luchar con su gran ejército. Quieren ser también conquistadores.
Han reconocido a Roma y están dispuestos a adoptar su lengua, su cultura, su religión.
Pero no todos están de acuerdo.
Los sedetanos hace siglos que veneran a la diosa madre. Ella es la creadora de las montañas, de los ríos de los animales, de las mujeres y los hombres. Tienen un trocito de ella caído del cielo. Un meteorito negro traído desde muy lejos. Un betilo que la diosa les dio para cuidarlos, para estar con ellos y ellas. Para recordarles quienes son y a quien se deben.
Una roca tan negra, tan oscura que no refleja la luz, la atrapa igual que atrapa todas las miradas que se pierden dentro de ella para no volver a salir.
Ellos no quieren traicionar a su pueblo, a su madre. Ellos no quieren ser romanos. Discursos, cantos, alabanzas al imperio. Cesar Augusto tiene la cabeza a punto de estallar. Se masajea las sienes. El viento arrecia. Es el circius, un viento capaz de derribar hombres armados y carros. El agua se agita. El dragón se retuerce en el fondo del río. Está a punto de salir y devorarlos a todos.
El ritual no es demasiado complicado. Sólo hay que uncir un par de bueyes salvajes, dos toros bravos que con el arado marcarán el perímetro de la ciudad. Luego marcará la entrada. Para eso han traído la caja. Dentro hay una hermosa columna de jade rojo. Es fruto de un saqueo en una aldea del norte de África. Allí la veneraban. Era su diosa madre. La diosa de la fertilidad. La madre de las
montañas, los ríos, los animales… Era preciosa. Aún lo es. Roja y brillante. Vibraba. Después el cesar necesita los dientes del dragón para poder plantarlos en el surco que deje el arado. Se supone que de ellos nacerán unos guerreros muertos ya, esqueletos armados que retarán a los mejores guerreros del pueblo.
Cesar Augusto sabe que eso no va a pasar. Ha vivido demasiado para desconfiar de las leyendas. Pero necesita que el pueblo crea. Necesita demostrar su poder. Por eso necesita convencer al dragón
para que le de sus dientes. Está muy cansado para enfrentarse a él y arrancárselos. Puede oírlo bajo las aguas del íberus. Aún no se han visto pero se conocen.
El cuerpo del emperador está castigándole por el viaje. La jaqueca se convierte en tortura. Los músculos del cuello se agarrotan. Nota el latido del corazón en sus ojos. A pesar del viento, arde.
Necesita refrescarse.
Se levanta, todos se levantan. Un simple gesto de su mano consigue que todos vuelvan a lo que estaban haciendo y le dejen en paz. La música continua mientras él se marcha caminando hacia la orilla.
A escasos metros su guardia personal le sigue. Le siguen siempre.
Se arrodilla junto al agua. Se moja la nuca. Como el dolor no se apacigua se agacha y mete la cabeza en el río. Le calma, le relaja.
Abre los ojos. El dragón le mira. El dragón está triste. El cesar está cansado.
A ninguno le apetece repetir la vieja lucha. Las escamas brillan con demasiada belleza, duelen. Bajo el agua las arrugas del cesar se distienden. No necesitan hablar. Ya no tienen nada que decirse.
La cabeza sale del agua. Las escamas vuelven al pozo.
Al emperador le esperan las suaves telas con las que secarse. A la otra bestia no le espera nadie. Antes de volver a su cátedra, Augusto pasa por el muelle y de una patada desentierra una enorme cabeza de ajos. Se la guarda en el bolsillo y la va desgranando mientras anda.
El ritual transcurre según lo planeado: los bueyes, el surco, la columna de jade y los ajos son plantados como si de dientes de dragón se tratasen.
Algunos guerreros sedetanos están preparados, dispuestos. Esperando a los muertos, a la muerte.
Pero son sus hermanos del más acá los que cargan fieros, llevando el betilo sobre sus cabezas.
Parecen fieros con y lo son. Visten cuero y bronce. Pero son su familia y no se atreven a interponerse. Colocan el meteorito encima del pilar. Un capitel. La piedra cabeza. La “Çara goça”.
El viento sopla muy fuerte. El último rayo de sol ilumina a la diosa. Cesar
Augusto lo ve todo impasible. El agua fresca, la certeza de una noche de descanso en tierra firme y los ojos del dragón le han devuelto su espíritu de emperador.
Se levanta.
Todos se levantan.
− ¿qué es eso que tan fieramente protegéis?
Nadie contesta. Finalmente el jefe de los sedetanos explica que es esa extraña piedra negra.
También el cesar tuvo una diosa madre antes de la llegada del cristianismo. Cibeles. Y fue traida desde oriente. Kibeles. Al igual que la columna. Una diosa una y otra vez robada.
La lucha es pues vana. La diosa ha sobrevivido a tantas guerras que hoy no merece la pena derramar más sangre por ella, explica Augusto.
– no luchéis pues. Conservad vuestra diosa que es la nuestra. Y la de todos los que vivieron antes de nosotros. Hoy no habrá muerte sino vida que brotará de los dientes del dragón. La vida que esconde vuestro río.